Aquí cabe traer la reflexión a la escuela. Por un lado, la escuela pudiera ser considerada como uno de los espacios en los que la experiencia perversa encuentra su sitio. La “fantasía” erótico-pornográfica del profesor y la alumna ( o la profesora y el alumno) es típica en el género. Sin embargo, esa popularidad puede ser signo de su excepcionalidad real. La pulsión erótica encuentra en el espacio escolar mil barreras formales que frenan el tránsito entre las fantasías - atracción, erotización, enamoramiento... todas vivencias presentes (y si se quiere abundantes) en la existencia – y la conversión de las mismas en actos. Esos carriles de frenado no existen en otros lugares sociales, como puede ser la familia, el círculo de la vecindad, el club de tiempo libre, etc. mucho menos estructurados en sus formas. Por supuesto no existen balizas morales ni formales para el aterrizaje de la pulsión en el mundo de internet. Más aún en la red toda forma se borra y el viejo es niño, el niño viejo y el compañero de juegos monstruo.
La escuela es espacio de socialización y debe tratar de que esa conducta deshonesta se cifre como tal en la experiencia adolescente y pierda la normalidad que alguien pudiera querer dar al episodio, como anota Montero. La escuela, espacio de logos, exige poner la palabra a la cosa. Además, la formalidad de las relaciones que definen el ámbito escolar pudiera ser extrapolada al resto de los lugares en los que el deseo y la pulsión tiene presencia. Hay que formalizar las relaciones corporales, ponerles nombre y cifra. Esto quizá sea incorrecto políticamente en este aniversario del sesentayochismo. Pero convertir los cuerpos en cartografías bien trazadas – bien y mal, adecuado y no adecuado – no implica destruir el inmenso potencial del deseo. Por el contrario es el camino de la ilustración de ese espacio en el que aún valoramos en exceso lo espontáneo, salvaje y "natural".
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