Este verano los periódicos se han hecho eco de la polémica sobre el tren chino al Tíbet. El llamado Tren del Cielo, inaugurado el 1 de julio de 2006, entre Pekín y Lhasa ( la capital tibetana) recorre 4.062 kilómetros en alrededor de 48 horas y circula en casi todo su recorrido a más de 4000 metros de altitud llegando a alcanzar los 5072, lo que le convierte en el más alto del mundo. Como en el caso del otro gran proyecto chino – la presa de las Tres Gargantas - nos encontramos con grandes controversias alrededor de este tren de altos vuelos (¡ Llegar al cielo! ¿No nos prometía toda la tecnología moderna alcanzar el Cielo en la Tierra?).
Por un lado, técnicamente, circular y transportar viajeros a esas altitudes no es tarea sencilla. Para superar las consecuencias del temible mal de altura, el tren va equipado con oxígeno para los sufridos pasajeros, aunque esto no ha evitado que los efectos de la altitud provocaran la muerte de un anciano de 70 años. Además las placas de hielo resquebrajan la estructura de cemento de los puentes dando lugar a finales de agosto a un descarrilamiento.
Más allá de los problemas técnicos el Tren del Cielo ha sido censurado por todos aquellos contrarios a la presencia china en el Tíbet. Después de la invasión de 1950, el ferrocarril es un paso más en la pérdida de los valores que supuestamente representan al Tibet (la espiritualidad budista) y en la “chinización” del viejo país de los Lamas. El tren llevará a nuevos trabajadores chinos a la región del Himalaya, transportando mercancías y valores a lo que hasta cien años era un espacio libre de toda contaminación del “progreso material”. Por otro lado, el tren que llega al cielo ¿no implica un paso adelante en la destrucción de los espacios vírgenes y la conversión de toda la biosfera en un mero sostén de la tecnosfera. El mítico reino perdido de Shangri-la roto por el traqueteo de los vagones.
Más allá de todas las polémicas, un artefacto técnico es siempre más que una mera máquina. Es un mundo que pugna por entrar o por salir, por crearse o destruir.
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oh
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