lunes, 13 de noviembre de 2006

Viaje a Madrid (II): El espacio y el deseo. Reconocer el rostro

El espacio en la gran ciudad declina plural y polimorfo: redes de tránsito en mutación perpetua en las cuales se entrecruzan y chocan las trayectorias de las cosas y las personas ( y esto en las cuatro dimensiones). Por eso hay mucho de geometría pero no menos de memoria y fantasía. Estas intersecciones son muchas veces fugaces y sirven para despertar viejas emociones, traer a la vida deseos olvidados e imposibles, iniciar programas adormilados o arrasar la vida. En el metro, en el vagar del paseante solitario( el flâneur) , o, en nuestro caso, en el caminar cansado en grupo cuando uno se absorbe en las miradas de desconocidos- viejos- deseos- ya- conocidos del pasado, presente o futuro. Si la poesía es choque del lenguaje contra sí mismo, como acelerador de partículas – me comentaba en cierta ocasión mi amigo Felipe Núñez -, la ciudad, por lo mismo, es toda ella poema. Y en nuestro viaje a Madrid del pasado viernes nacieron poemas conocidos e inesperados. Que cada cual encuentre la clave de su reino.

Cuando se transita el gran espacio urbano no nos apoderamos de él como lo hacemos al tomar nuestro hogar o nuestro cuerpo. En el recorrido la identidad propia –lo mismo en terminología de Emmanuel Levinas – se encuentra con lo distinto, lo otro . Eso otro es lo cultural, social , generacional o sexualmente diferente. Lo otro es inesperado e imposible – como que el rey ame a la corista o el guardia de fronteras al espalda mojada – pero se hace real, momentáneamente real cuando los ojos se encuentran en presencia del rostro. Es experiencia fugaz, estética – el viajero que encontramos en un trayecto de metro, la muchacha que camina al otro lado del cristal cuando tomamos café o el gesto del amor antiguo resucitado en el que camina a nuestro lado.

Los que el otro día paseamos por Madrid –salvo que el miedo nos atenazara – pudimos encontrar estas sendas que, seguramente, no llevarán a nada pero que derrumban nuestras rutinas, nuestras seguridades. Eso sólo justificaba el viaje.

Para acabar, recordemos el célebre poema de Baudelaire que tan brillantemente recoge esta experiencia:

A LA QUE PASA

La calle estridente en torno de mí aullaba.
Alta, esbelta, de luto, en pena majestuosa,
pasó aquella mujer. Con su mano fastuosa
Casi apartó las puntas del velo que llevaba.

Ágil y ennoblecida por sus piernas de estatua,
Yo bebía crispado, en un gesto extravagante,
En sus ojos el cielo y el huracán latente;
El dulzor que fascina y el placer que destroza.

Un relámpago.... ¡Después la noche! ---- fugitiva belleza,
cuya mirada me ha hecho súbitamente renacer.
¿No te veré más que en la eternidad?

¡En otra parte, lejos de aquí! ¡ cuando ya sea tarde! ¡Jamás quizás!
Porque ignoro donde huiste y tú no sabes dónde voy,
Sé que te hubiera amado. Tú también lo sabías.

( en francés)

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