viernes, 5 de enero de 2007

DE LA MARCHA RADETZKY AL MUNDO FELIZ


Nuestro siglo no nos quiere ya.(...) ¡La nitroglicerina y la electricidad nos destruirán! Ya no falta mucho” (J.Roth: La Marcha Radetzky)
Miramos hacia atrás con o sin ira, arremolinándonos frente a las injusticias del pasado o cubriendo de una suave pátina de ternura lo odioso y hasta lo innombrable. Este ejercicio de contemplativo nos sirve de consuelo en la imposibilidad de ser contemporáneos de nosotros mismos. No entendemos nuestro tiempo – ni siquiera la particular existencia que tan cerca nos nace – y volvemos los ojos hacia lo pretérito. Ansiamos sentido vital o algo de calma y, para tan noble causa, inventamos los arcanos que describen en su plenitud de significado el tiempo que a otros les tocó vivir. De igual modo nos colocamos en el futuro para, desde la plataforma de su lejanía, tratar de encontrar la clave de este presente huidizo.

He leído en estos días navideños La Marcha Radetzky y La Cripta de los Capuchinos del escritor nacido en la Galitzia austriaca Joseph Roth (1894 – 1939). En estas dos hermosamente tristes novelas Roth nos desvela la vida en los últimos años del Imperio Austro-Húngaro y ofrece un cuadro de sumo interés del estado de ánimo espiritual con el que se inició el siglo XX. La Gran Guerra de 1914 destruyó, sin duda, muchas de las estructuras de poder del siglo XIX y abrió de par en par la puerta a un siglo en el que los humanos miramos a la ciencia y la tecnología como signos y banderas de los nuevos tiempos. La Iª Guerra Mundial nos hizo desconfiados, generó un clima de hostilidad hacia la ciencia – o mejor dicho contra el racionalismo en que se fundó y legitimó históricamente. El irracionalismo llenó el espacio de las artes, la política y hasta las mismas ciencias. Sin embargo, curiosamente, la técnica siguió fascinando a las masas. Existieron efectivamente grupúsculos luditas pero fueron meras curiosidades. Más aún: la enorme matanza tecnológicamente mediada que fue la IIª Guerra Mundial actuó de abono (humano) del desarrollo tecnológico en el que ahora nos encontramos.

La caída del mundo decimonónico en la Gran Guerra implicó la crisis de la Gran Literatura como vehículo de comprensión de la existencia. La literatura, en el siglo XIX – de Homero a Goethe pasando por Shakespeare o Cervantes -, fue una genuina alternativa a la religión y el mito como educadores de la juventud y creadores de tendencias. Seguramente la literatura sigue siendo hoy un elemento clave en esa tarea – como lo fue y lo es la religión – pero con el inicio del siglo tomarán la ciencia y la técnica un papel fundamental en la inmensa faena de encontrar un cuadro de sentido y finalidad a la vida humana. Así se explica que el riesgo claro y efectivo de la tecnociencia no haya anulado la fascinación de la misma.

De igual modo podemos analizar el papel fundamental en la comprensión del mundo de las distopías literarias de la ciencia ficción en el siglo XX. Frente al Frankenstein de Mary Shelley – signo del hombre rebelado/revelado como creación de Dios – Mundo Feliz de Huxley nos narra un mundo humano en el que la técnica (el control total del Mundo Feliz) es la respuesta ante los desmanes de la técnica (la Guerra Total) en el supuesto de que no es ésta la que genera el mal sino la interpretación trágico-literaria – religiosa de la misma. La tecnociencia, como vehículo de sentido ético y estético, no admite complicidades con aquellas instituciones que en el pasado ofrecieron respuestas. La tecnociencia muestra su faz totalitaria.

En fin, continuaremos.

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