viernes, 26 de septiembre de 2008

Heráclito y Parménides

Heráclito y Parménides fascinan como la esfinge de dos cabezas. Su mensaje no acaba de encontrar forma – o su forma es toda la tradición filosófica posterior y la que nos seguirá en el tiempo. Estos dos autores nos atraen de un modo, hasta cierto punto, mágico o hipnótico, como ciertas frases de los libros sagrados o las primeras escrituras sumerias o chinas. Quizás suframos el espejismo de lo primigenio, la creencia de que lo primero que fue escrito contenía alguna dosis extra de verdad, bondad y belleza.

En todo caso, es innegable que las lecciones de los maestros estigmatizan el alma con el hierro candente de la primera formulación. Heráclito destroza nuestra confianza en el principio de identidad, esa seguridad básica que nos permite, en el mundo cambiante, aferrarnos a la sublime intuición de que yo soy yo (con o sin circunstancia ahora es irrelevante). Si el estudiante logra quebrar esta verdad lo hemos ganado para el negocio filosófico --- aunque la humanidad se haya malogrado en otro de sus especímenes. Yo soy otro – me digo (con los Vedas y con Rimbaud, con Freud y con los surrealistas) – y, de golpe, el eco de Heráclito hiere mi piel: “Y tú te lo has creído, cagadita de mosca. No te bañarás dos veces en el mismo río --- ni en el otro”. Desazón, fundido en negro, el túnel de la muerte se abre y vemos a nuestros amigos y antepasados que nos reciben transformados en otros al modo de la promiscuidad de la rueda de las reencarnaciones. Abuelo-Morsa que se convierte en la tía-abuela- oca o el primo-lejano – cabra, o el amigo-buey ... ¡Ah! pero el viejo de Éfeso – él fue siempre viejo, hasta en el nacimiento, como cuenta la leyenda – no cesa en su cruel tortura. Estaba uno asumiendo la exhuberancia del no ser /ser cuando nos revela la existencia de un metro y una cifra, la esperanza de una ley interior que recorre la columna vertebral del mundo como un impulso nervioso que recupera la vida del organismo polimorfo moribundo. Hay ley, hay ley. Mírala...aunque no esperes comprenderla en los próximos milenios.

Parménides, comparado con Heráclito, siempre me pareció un propietario. Un rentista. Si el de Éfeso nos hunde en la promiscuidad de las formas y sólo al final nos enciende la vela de la cifra secreta para mantener el juego un par de milenios largos, el de Elea insiste en la fidelidad conyugal de las palabras y las cosas. El común de los mortales se deja arrastrar por las vías medias o el centro ontológico: el matrimonio no niega las aventuras extraconyugales. Como decía Sartre: “Usted es mi amor necesario; las otras meros romances contingentes”. O dicho a la metafísica: el ser es y eso es así, tan verdad como que Juan ama a Juana ( o a Juan), sin que se niegue la virtualidad del encuentro de Juan con Pepa el día de la fiesta o los fines de semana alternos. Sin embargo, el rentista de Élea niega: nada de promiscuidad, hermanos. Siempre estamos emparejados con el mismo, como Don Juan buscaba a la misma amante en todas las vaginas y su plural contorno. El ser es y el no ser no es. Lo otro que nos ata, lejos de la promiscuidad heraclitiana, es siempre el mismo, el Eterno Femenino, el Alma o la Vocación. Sólo queda la repetición, embobada, del mantra: Yo soy ...yo (forever).

En fin, los dos maestros han inoculado la bicha en nuestras almas y ya nunca más podemos ser meros vehículos trasportadores de ADN. O lo seguimos siendo, pero emparanoiados. Conductores de autobuses escolares enajenados y dispuestos a traer al desgracia a las familias trasportando a los hijos por los caminos sublimes. Gente rara, como poco.

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