“Y el señor le regalaba en tanto grado, que una vez estando arrodillado delante de un Crucifijo, el mismo Crucifijo extendió el brazo y se le echó encima, abrazándole y acariciándole con singular favor. Empapado en una suavidad inefable, con un silencio profundo y con unos abrazos castísimos, se unía con el Sumo Bien”(Pedro de Ribadeneyra: Flos Sanctorum o Libro de la Vida de Santos, 1599)
Contagia y conquista la sonrisa beatífica de Bernardo, su gesto de placer no necesitado ya de disimulo ni ocultación porque se ha alcanzado el abrigo de aquel que nunca traiciona y frente al cual no cabe la precaución sino sólo la entrega, el acomodo en su regazo, el dejarse llevar y hacer que se expresa en las arrugas que bordean sus labios porque todo temor ha cesado y ya sólo queda espacio para el temblor del placer amoroso. La comunión de los santos, la conversación íntima, el diálogo habermasiano, la contemplación estética y religiosa, la fraternidad hecha carne.
La obra de Ribalta estaba destinada a la devoción privada (su ubicación original era la celda del prior de la Cartuja de Porta Coeli, en Valencia) y esta privacidad del gozo nos ilustra la vía devocional de la renuncia y el apartamiento, el cese de la sociabilidad en el ejercicio místico, la búsqueda (tecnológica) de la alteración de la conciencia a través de la privación social. Ahora, en la visita a la Exposición Temporal, en el contexto de la contemplación pública espectacularizada, el efecto se pierde y sólo cabe una torpe imaginación de lo que pudo ser la experiencia del camino del alma. Ahora estamos en otra vía, la del ceremonial público (no por ello pagano), familiar en muchos sentidos de la devoción pública de la santa misa (o la Semana Santa) pero tan distinto como el paso del sacrificio corporal del cenobita al juego sadomasoquista para almitas burguesas. El visitante de la exposición pierde el respeto debido y, en su osadía de pantalón corto, colas ruidosas y cámara de fotografía digital, transmuta la sonrisa de San Bernardo en mancha de color, iconografía gay o sutil ilustración para el hombre culto y su adlátere (o sombra): el turista cultural.
Y, sin embargo, aquí me tienen, recreando celdas oscuras entre la gente que fotografía seres desgarrados (Magdalenas, Cristos, Vírgenes, Santos) con sus móviles.
Por cierto ¿qué sentido tiene esa fotografía que no cesa? ¿Se pondrá el turista más tarde, en la soledad de su habitación, a simular misticismos por la contemplación de la imagen? No creo. La mítica derivará, si acaso, del acto posterior en el que – de un modo tragicómico – se procederá a la narración del evento, la mostración con orgullo del trayecto vacacional – yo estuve allí y allá y acullá. Si el místico se encuentra incapacitado para describir su experiencia (recurriendo al modelo amoroso-sexual como lenguaje de sustitución), el turista cultural es puntillista en su documentación que incluye fotografías y vídeos, mapas y catálogos. El hombre moderno, gregario incluso cuando juega al elitismo de las rutas no transitadas, considera sus vacaciones como estructuras de emplazamiento narrativo que buscan generar orgullo, dignidad o envidia, a través del relato oral o fotográfico de la experiencia única y, sin embargo, repetible
Pero, decía, aquí estoy YO. Y toda mi reflexión salta por los aires en estos días. El santo y el turista cultural, yo y el otro (los otros) buscamos el abrazo.
(Posdata: Últimamente me encuentro muy receptivo a las concentraciones masivas. Debieran haber visto mi sonrisa – al modo San Bernardo - en la final de fútbol en una plaza abarrotada de griteríos monocromos. Busco el abrazo de la multitud de un modo realmente extraño para un ente como yo que se ha pasado media vida huyendo de los grandes grupos y frotándose goces extraños en las soledades. Buscar el abrazo en el Cristo, en la Virgen o en la amiga pero también en la muchedumbre que salta y llora porque se mete un gol, masa indisciplinada y sudorosa, con olor a alcohol y uniformada en banderolas que pierden viejos significados y se nos abren a otros horizontes ígneos).
Buscar el abrazo y dejar que lo sagrado se haga real (y, oh dios, incluso belleza).
Dramatizar de vez en cuando aunque la consigna (terapéutica) sea la contraria. Quizás sólo si se dramatizan las cosas, si se vive con afectación, cabe encontrar la sonrisa penúltima de Bernardo. La mala desdramatización de las emociones nos convierte, a poco que nos descuidemos, en turistas culturales de la propia vida.
En todo caso, es lo que toca...
Imagen: Francisco Ribalta: Cristo abrazando a San Francisco
Exposición temporal: Lo Sagrado hecho real (Valladolid, 2010)
1 comentario:
Bueno, si hay algo que no sos, definitivamente, es un turista cultural.
Y aun encerrada cara a cara y en soledad con este abrazo, sentiría la vibración de un intenso erotismo, como en la beata Ludovica Albertoni o la Santa Teresa en éxtasis de Bernini.
No hay gestos inocentes. No hay mirada inocente (por más que intentes limpiar la tuya).
Y no me refiero a la trillada iconografía gay (v.gr., San Sebastián mártir) sino al erotismo inevitable de toda entrega, aun la más supuestamente pura.
Será porque no creo en la pureza de las cosas y es en la impureza donde encuentro el desvío, la hilacha, el fleco, la mancha que conduce a la belleza.
Besos herejes.
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