lunes, 19 de octubre de 2009

Itinerarios (IV) Navegante


" Los filósofos siempre fueron notables ineptos para la natación"
(Hans Blumenberg:La inquietud atraviesa el río)


No sé navegar. De hecho, nunca he montado en barco. La travesía del más pequeño de los mares o lagos me parece una imprudencia imperdonable para un hombre de orden. El movimiento de las olas no sólo marea a los mortales sino que rompe nuestros siempre precarios sentimientos humanitarios. Además me acuerdo de Descartes y Leibniz que se salvaron de morir acuchillados en una barcaza sólo por sus conocimientos de idiomas bárbaros y germanías. Yo no sé de lenguas, así que me expondría doblemente al peligro en un viaje por mar. Ni el aire ni el agua me parecen seguros. Por eso prefiero la tierra y sus senderos. No llegaré lejos pero estaré siempre cerca de una patria. Antes de embarcarme creo que incluso prefería cruzar el fuego.

Por eso soy un tipo limitado. Creo que la crueldad es imperdonable y que debemos evitar arruinar la vida de los otros. No llegaré lejos, lo sé. La gente de mar sabe que eso son tonterías. El mar nos traslada a otros mundos en los que los nativos tiene la cabeza en los pies y las mujeres miran con ojos vidriosos la entrepierna como miraba Carpanta los escaparates de las pastelerías. En la tierra todo es más pausado. Claro que a veces los bárbaros rompen las fronteras del imperio pero, en el trayecto, necesariamente lento, terminan por civilizarse. Aprenden idiomas cultos y se ordenan a las costumbres del país. En el océano no. En el océano, nada más perder de vista la costa, aparecen Leviatanes y Serpientes. Los pájaros simulan ser B´52 y todo es oscura galerna. Asusta la imposibilidad de una filosofía razonable en medio de los mares.

El navegante de Klee parece un funambulista que quiere mantener la dignidad y las viejas normas. Pero, perdido en las infinitas aguas, olvida las enseñanzas de los padres y acaba matando serpientes y monstruos marinos, niños y vírgenes. Eructa en la mesa después de comerse la mano de un salvaje y canta canciones en lengua extraña.

La crueldad no está limitada allende los mares. Todo es posible y por eso los marinos se hacen tatuajes.



Paul Klee: Escena de l ópera cómico-fantástica El navegante (1923)

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Qué belleza. Un saludo, te sigo.

Serenus Zeitbloom dijo...

Ya te imaginaba imaginaba como a Descartes en aquel puerto holandés –creo que lo era- esperando la nave que te debería llevar hasta Suecia, con tus zapatos de piel de serpiente y de punta vuelta hacia arriba, con tu mejor traje de paño verde... y en el último momento dar la espalda al mar y dirigir a cualquier tugurio de puerto. Olvidando mares, hielos y osos.

Luis González dijo...

El barroco me parece un siglo de andarines. Y Descartes, quizás, el más. No sé por qué ni, claro, tengo pruebas. Es una afirmación ficcional; me sale de las tripas. Me identifico con ellos.

Los caminantes siempre sienten la tentación del gran viaje - por aire o por agua -, la llegada en un "visto-y-no-visto" a lo otro, a lo exótico. El "jetlag" amenaza al que vuela y también, en la época de Descartes, al que se embarca y llega a esas tierras donde las mujeres salvajes bailan desnudas y los caníbales imponen su ley. Se rompe la norma e incluso la moral provisional se torna precaria provisión.

No sé por qué pero siempre he sentido una nostálgica cadencia por el XVII (uno de los peores siglos de la historia). Me siento Descartes ( o, mejor, el mozo de cuerda del maestro) en ese puerto, con pantuflas o jubón, con capa y espada y el éxtasis de la intución del pensamiento en la cabeza. Creo que decimos dar la vuelta y dejar a Cristina, en Suecia, para otro milenio. Y bebemos vino.

Gracias, bufu. Por el saludo y por dejar noticia de tu existencia-blog.