Estamos dedicando la parte final del curso de CTS al análisis de la propuesta ecologista. Después de referirme a ciertos conceptos que identifican la posición de la ecología como (quizás) nuevo paradigma – red, holismo, emergetismo, riesgo, democracia cognitiva etc. – y ofrecer un panorama de la crisis ecológica global, intento en la última parte enfocar el ecologismo como una perspectiva moral y sociopolítica, como una alternativa que integra diversas posiciones que tienen en común la crítica a los presupuestos de la cultura moderna.
Son muchos los que enlazan el ecologismo con una complementación de la ética de la autonomía, la justicia y el pacto libre. Así nos hablan de una ética de la tutela y el cuidado. Si la ética de la autonomía y la reciprocidad puede considerarse adecuada en el caso de las relaciones sociales “entre iguales”, la ética del cuidado es el medio para vehicular las actuaciones entre desiguales. En realidad, se sostiene, ambas éticas han funcionado a lo largo de la historia y en todas las sociedades. Lo que sucede es que la primera ha ocupado con pretensión de exclusividad el espacio público – asociándose a lo político y el derecho, lo fundamental y lo masculino – mientras que la ética del cuidado se ha ubicado en los márgenes de la vida pública (en el orden de lo “familiar” y lo privado, políticamente no relevante y femenino).
Esta complementación – o quizás dialéctica – entre las dos lógicas de la éticas nos sitúan en otro de los horizontes del ecologismo: la ampliación de la comunidad moral o el nuevo cosmopolitismo. En efecto, esta ampliación de tú moral incluiría a aquellos con los que no cabe en sentido estricto una relación de pacto y libertad:
Son muchos los que enlazan el ecologismo con una complementación de la ética de la autonomía, la justicia y el pacto libre. Así nos hablan de una ética de la tutela y el cuidado. Si la ética de la autonomía y la reciprocidad puede considerarse adecuada en el caso de las relaciones sociales “entre iguales”, la ética del cuidado es el medio para vehicular las actuaciones entre desiguales. En realidad, se sostiene, ambas éticas han funcionado a lo largo de la historia y en todas las sociedades. Lo que sucede es que la primera ha ocupado con pretensión de exclusividad el espacio público – asociándose a lo político y el derecho, lo fundamental y lo masculino – mientras que la ética del cuidado se ha ubicado en los márgenes de la vida pública (en el orden de lo “familiar” y lo privado, políticamente no relevante y femenino).
Esta complementación – o quizás dialéctica – entre las dos lógicas de la éticas nos sitúan en otro de los horizontes del ecologismo: la ampliación de la comunidad moral o el nuevo cosmopolitismo. En efecto, esta ampliación de tú moral incluiría a aquellos con los que no cabe en sentido estricto una relación de pacto y libertad:
los niños, los discapacitados y los miserables (los parias de la Tierra),
las generaciones futuras y las anteriores,
los animales no humanos y, quizás, el ecosistema entero.
O dicho de otro modo: el ecologismo intenta redefinir las relaciones sociales en torno a una triple solidaridad moral: la solidaridad con los humanos del presente en todas sus situaciones, la solidaridad con los humanos pasados y futuros, la solidaridad con los no humanos. Todo muy discutible – Gómez Pin ha hablado sobre ello en un libro reciente.
La aparición del cuidado y la tutela en el espacio público se me antoja problemática . En el cuidado parece imponerse una relación de profundidad emocional que entra en conflicto con la misma idea de ampliación moral ( cabe suponer que la implicación emocional sólo brota en una situación de cercanía y restricción, que la profundidad es imposible si hay ampliación). Sin embargo, la tutela y el cuidado gratuito del otro, se nos ofrecen como la más hermosa de las constantes antropológicas, quizás sólo superficialmente asignada a eso que llamamos amor y que, bien visto, es palabra bien estrecha para referirse a una emoción tutelar endiabladamente compleja. El ecologismo, en este sentido, nos propondría una expansión de la emoción de la tutela más allá del marco reducido del hijo y el padre, del enfermo y el discapacitado. El Otro Radical – el que nada ofrece - y la Naturaleza se nos desvelan como objetos de nuestro cuidado y, especularmente, como nuestros cuidadores sin pacto (No puede esperarse contractualmente que si protejo al tigre de Bengala no vaya a ser devorado por él o que si tutelo a mi hijo seré cuidado en el futuro, aunque la apuesta está lanzada en mi acto gratuito que incluye una esperanza sin pacto).
Personalmente creo que la moralidad es la criatura más frágil jamás pergeñada por los humanos. Por eso siempre parece exigir una complemento proteínico: la ley positiva del derecho o la costumbre o la religión en todos sus formatos (más o menos mundana o transmundana, más o menos estética o metafísica). La ética de la autonomía y el pacto hacia los iguales en tanto posee una experiencia pública importante ha jugado en el orden del derecho y la política con la soltura que da la confianza. Por su lado, la ética de la tutela no ha sido ajena a la simbología religiosa, estética o metafísica. El ecologismo –alternativa espiritual, al menos en su versión “deep ecology” – juega con un viejo intento: convertir el amor, la amistad y la tutela del fuerte sobre el débil en motivo de acción pública. Utopía de futuro.¿Por qué renunciar a ella?
La aparición del cuidado y la tutela en el espacio público se me antoja problemática . En el cuidado parece imponerse una relación de profundidad emocional que entra en conflicto con la misma idea de ampliación moral ( cabe suponer que la implicación emocional sólo brota en una situación de cercanía y restricción, que la profundidad es imposible si hay ampliación). Sin embargo, la tutela y el cuidado gratuito del otro, se nos ofrecen como la más hermosa de las constantes antropológicas, quizás sólo superficialmente asignada a eso que llamamos amor y que, bien visto, es palabra bien estrecha para referirse a una emoción tutelar endiabladamente compleja. El ecologismo, en este sentido, nos propondría una expansión de la emoción de la tutela más allá del marco reducido del hijo y el padre, del enfermo y el discapacitado. El Otro Radical – el que nada ofrece - y la Naturaleza se nos desvelan como objetos de nuestro cuidado y, especularmente, como nuestros cuidadores sin pacto (No puede esperarse contractualmente que si protejo al tigre de Bengala no vaya a ser devorado por él o que si tutelo a mi hijo seré cuidado en el futuro, aunque la apuesta está lanzada en mi acto gratuito que incluye una esperanza sin pacto).
Personalmente creo que la moralidad es la criatura más frágil jamás pergeñada por los humanos. Por eso siempre parece exigir una complemento proteínico: la ley positiva del derecho o la costumbre o la religión en todos sus formatos (más o menos mundana o transmundana, más o menos estética o metafísica). La ética de la autonomía y el pacto hacia los iguales en tanto posee una experiencia pública importante ha jugado en el orden del derecho y la política con la soltura que da la confianza. Por su lado, la ética de la tutela no ha sido ajena a la simbología religiosa, estética o metafísica. El ecologismo –alternativa espiritual, al menos en su versión “deep ecology” – juega con un viejo intento: convertir el amor, la amistad y la tutela del fuerte sobre el débil en motivo de acción pública. Utopía de futuro.¿Por qué renunciar a ella?
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