TRES. En la calle un gato ha sido atropellado. Nadie lo retira del pavimiento aunque, de día, los coches evitan pisarlo (no todos los consiguen). El gato salió huyendo de la grúa dentada y de toda la deconstrucción de la apoyatura física de mi memoria de la que hablaba el otro día. Si mi vida fuese un edificio en demolición supongo que saldrían huyendo los habitantes de mi zoo - el perro amarillo o la tortuga bicéfala, el mono que mira hacia atrás o el gatito marramiau... - y algunos podrían ser atropellados por las fuerzas que habitan en el afuera. Escaparían del terror para caer en el aplastamiento, en la bidimensionalidad de la calcomanía. ¡Destino!
No me invento las imágenes; todo esto sucedió la otra tarde. Doy testimonio de lo pequeño. Ayer miraba estrábico al policía de Kirguistán aplastado por la turba y sólo en su herida sangrante identificable con lo humano. Hoy hablo del gato. Se parecen el gato y el hombre (no ofenda la comparativa) en la concreción del color: negro y rojo.
Miro atrás como el mono de Marc. Digo: yo debería haber llamado a los guardias para que retiraran el cadáver del gato. No es digno que el gato permaneciera allí con su rastro de sangre y heces, negro sobre rojo. Quizás al caer la noche los coches ya no se percataran de su presencia y lo aplastaran hasta la aniquilación de las huellas o el olvido de que allí hubo una vez un gato muerto.
Me roban la memoria y siento en mi nostalgia de mono el sabor de la herrumbre y el polvo en la boca. Un extraño patriotismo de cabeza hueca me lleva a dar gracias por ese sabor a sangre, óxido y tierra. Sin ellos el olvido higienizado asolaría el alma. La necesidad de la materia es la misma que la exigencia del arte.
Imagen: Antoni Tàpies:Principiel (1989)
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