Y Sócrates advierte de los riesgos de la escritura. Los signos escritos nos alejan del fluir viviente, de la oralidad social y carnal. El tacto hace surgir el cariño, podría decir Sócrates, apostando por el enjuague de los sudorosos cuerpos y sus sonidos frente a la distancia criminal de lo escrito. El personaje de la novela de Auster – Mister Blank – se nos presenta como un viejo enfermo de ese mal profetizado.
“El anciano está sentado al borde de la estrecha cama, las manos apoyadas en las rodillas, la cabeza gacha, mirando al suelo. No sabe que hay una cámara instalada en el techo (..) Está como ausente, perdido entre los fantasmas que
pueblan su imaginación mientras busca una respuesta a la pregunta que lo atormenta.
¿Qué es?¿Qué está haciendo ahí? ¿Cuándo ha llegado y
cuánto tiempo se quedará aún?” (Pág. 9)
Una cuestión: ¿Por qué tendemos a pensar, contra toda experiencia, que en los momentos críticos, en las cercanías de la enfermedad, el desmayo o la muerte, tendemos a estar atinados en el más alto grado --- y profundos? Quizás todo sea un efecto reflejo: es el sano frente al enfermo, el fuerte frente al debilitado el que está capacitado para dar batalla a esas preguntas y no el otro en precario, que debe dedicar todas sus fuerzas al movimiento pulmonar. Pero, ¿a qué viene esa humillación frente al enfermo? ¿Qué se esconde: un ritual de miedo a la muerte, una duda barroquizada sobre el alcance del propio poder, una visión que no quiere dar rienda suelta a su trabajo destructor?
Así, de igual modo, el sujeto que escribe mira al extenuado hombre sin grafía y lo imagina auténtico, carnal, verdadero. No sospecha que la luminosidad que ese “buen salvaje” exhala es la claridad de la pantalla del ordenador o la hoja en blanco. El signo escrito es el poder que lo nombra y recrea en su creación, en humillante ejercicio masoquista, un origen auténtico. En la novela de Auster: el escritor fatigado es recreado y mantenido en vida por sus criaturas.
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