Cena. No es la última cena salvo que algún dios caprichoso defina así el destino. En ésta se reúnen tres generaciones de un mismo linaje; el mismo veneno corre por las arterias de los tres individuos queriendo conformar, orgánica e históricamente, un mismo ente. Pero ahora son diversos y se enfrentan. Quizás también por eso, el individuo que es a la vez padre e hijo siente la tremenda exigencia moral de generar un antídoto para que el más joven pueda liberarse de la maldición. El viejo no tiene ya arreglo. Es ya casi lastre biológico. La crueldad es definidora de los movimientos de este conciliábulo. Biología y temporalidad.
(Nota: Mi gran temor es no conseguir mantener un mínimo de dignidad moral al llegar a la vejez. Creo, sinceramente, que la mayoría no lo logra. Me aterra no poder ser, cuando llegue a viejo, liviano).
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En la cama lloro. No suelo hacerlo (esto es un hecho no un valor). Lloro y, espasmódico, me río de mi mismo por llorar. Y todo es muy gestual, con grandes muecas, aunque esté sólo en la cama, debajo de las sábanas y con la luz apagada. Quiero decir: la extravagancia de los gestos sólo me tiene a mí como espectador (aunque, evidentemente, no me veo). Me siento como una máscara carnavalesca que ríe-llora de manera ridícula. O el personaje del condenado en los bestiarios medievales. Me digo: “Eres patético, tío”, pero quiero eyacular lágrimas para obtener un cierto placer del dolor profundo que me embarga. Lloro, sí, pero al llorar comienzo a descojonarme porque considero que en todo esto hay una teatralidad imperdonable – como en un mal melodrama donde se notan las costuras de la historia. ¡Me veo como un loquito que llora y a la vez se ríe a carcajadas de sí mismo porque todo es un simulacro! Perdido en el laberinto de mis emociones, al final no sé establecer una gestión política del asunto. En la anarquía, vivo una noche hobbesiana del tipo homo homini lupus. Guerrean la teatralidad y la profundidad, el simulacro y lo auténtico, la risa sardónica del infectado de tétanos y la lágrima que recorre la cara con placer. Todos mueren porque no hay Estado (o soy un Estado "fracasado", “fallido” o “gamberro” por seguir cierta terminología al uso).
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Soy ruina. Y la ruina que aparece en mi memoria es la del Monasterio de San Pedro de Arlanza. Cuando era un adolescente romántico visitaba ese lugar y alcanzaba estadios de sublimidad que puedo llamar primigenios. El Arlanza es mi Ganges y mi Jordán. Me recuerdo, a los dieciséis años, tumbado en una colchoneta y dejándome llevar por paraísos artificiales, promesas de felicidad siempre futura y arropado por una amistad que parecía eterna. Esos tres elementos son cifras de mi ser-como-soy. Tomo nota.
Imágenes: Pubertad (1894-5) de Edvard Munch
San Pedro de Arlanza
2 comentarios:
Hay tanta tela para cortar, tanta cuerda para tirar de ella, en lo que escribiste.
La imagen de la cena en la que convergen los demonios genealógicos de la procreación es violenta y duele. Uno debería llegar a viejo, liviano, y sin convertirse en padre de su padre ni lastre de su hijo. Libre de mandatos y sin haber inoculado imperativos en su descendencia. Habiéndole concedido la gracia de la libertad. Pero es un hecho que invariablemente debemos matar al padre.
Yo también lloro y termino riéndome de mi misma. Pero no porque me sienta patética, sino porque me causo ternura, que es peor. No me gusta apenarme de mí misma. Aunque aprendí que llorar (a mares, a chorros, como diría Oliverio, abriendo las compuertas del llanto) es catártico y terapéutico (lo que es esdrújulo tiende a ser bueno). Te lava las mugres del alma, te quita peso de encima. Hay que permitirse llorar (a mí suele pasarme en la calle, en público). Tu forma de narrarlo duele, también, porque lloraste. Creo en lo que leo.
La transfiguración es un arte que hay que dominar, sin darse cuenta. Desmaterializarse y fundirse en otro, vivo o pintado, es un acto poderoso de resurrección. Es, de alguna forma, no estar solo y emerger transformado. El "soy capaz de oír la destrucción de los años pasados" es ... letal. ¿Será que hay que desmalezar y demoler para reconstruir? Y dormirse siendo las chicas de Dick es entrar transfigurado al sueño, donde quién sabe qué habrá ocurrido (fuera de campo para el lector).
Serás siempre esa ruina. Es como un tatuaje. La ruina está anclada en tu memoria. Volvés a tu Jordán y tu Ganges para que se lleven las lágrimas y las chicas de Dick y los crímenes del pasado. Y recomenzar.
El itinerario es perfecto.
Besos, bicéfalo-fénix.
Vuelvo y, cómo son las cosas, he llorado tanto a oscuras, y me he sentido ridícula, casi obscena. Me he dado tanta pena que a veces he reído. Como cuando me ha dado por llorar al verme el gesto desfigurado por las lágrimas en un espejo. Llorar por compasión de una pena es tan patético que roza lo hilarante. Llorar y curar. Reír, y curarse también. Más, seguramente.
Mariel, dice, precisa, of course, que "hay tanta cuerda para tirar de ella". Pero hoy me agarré a este cabo, porque un poco más y me ahorca.
Patético también tantas veces no llorar de puro desgaste, de acostumbrarse a la soga. Tus escritos nos desacostumbran, nos hacen mirar como nuevo, como niño. Todo ahorcado lo es por primera vez, no?
Un abrazo
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