lunes, 16 de noviembre de 2009

Mariham, la de Magdala ( 1 )


En casa no teníamos piano. Papá no ocultaba los libros eróticos y heréticos en una vitrina de nogal que nosotros aprendimos a abrir sin que se diera cuenta porque tampoco éramos dueños de una vitrina de nogal ni de colección alguna de libros. En las largas tardes de invierno, la abuela no nos relataba sus nostalgias de la época colonial; ni teníamos parientes exóticos en Cuba o Filipinas. Tampoco es cierto que mamá fuera una gran aficionada al arte y, en sus ocios, practicara el óleo o la pintura sobre seda deslizando motivos orientales. Todo eso - y mucho más - es mentira. El conjunto de las cosas falsas que puedo contar sobre mi es casi infinito. O infinito sin más. Por eso sólo puedo escribir desde la nostalgia de lo nunca sucedido y la meditación se me tiñe de tristeza sobrevenida. Todo es consecuencia del infinito de las mentiras posibles.

En mi adolescencia tuve que arreglármelas - como casi todos - con pocas cosas. Mi mano brusca en la obtención de placeres y una mirada abierta a las experiencias extrañas. Dios no me ha dado pianos ni bibliotecas familiares, ni una larga tradición de amor a las artes o la belleza. Pero me entregó en prenda ojos y manos. Se lo agradezco. Soy un fiel devoto. Con mis manos - el tiempo que el sexo las dejaba libres - nunca pude hacer nada de lo que mi clase social me tenía destinado. De tan inútil acabé arrinconado en la blandura del carácter y la incompetencia manual contaminaba mis ojos (ya saben: la coordinación de la mano y el ojo es cifra de la hominización). Los ojos del debilitado tienen la ventaja de que no precisan ocuparse de urgencias ni de pragmáticas utilidades. Pueden mirar las cosas que producen fiebre porque ya están ulcerados. Mis ojos escrutaban a mujeres lejanas e inalcanzables; también a las prohibidas. No me importaba la frustración pues partía de ella. Los ojos se posaron también en esas cosas que cuentan los libros y en la majestuosidad del arte. Liberado como estaba del combate de la vida, cabía la entrega a la decadencia de la estética. Me convertí en esteticista morbosamente - sea, por enfermedad del alma obrera.

Cuando tenía más o menos dieciséis años, antes de salir por ahí con los amigos a embriagar el alma y el cuerpo con metiras, humos y químicas diversas, cultivaba mi mirada en las soledades del Paseo por la Isla, visitando el Museo Provincial (Museo Arqueológico) o en la circunvalación mística de las anchas naves de la catedral. A veces me llevaba un libro de poesía y simulaba un ataque de tuberculosis. En esos espacios fui construyendo la cartografía emocional y descubriendo el reino del espíritu.

En mis andanzas por la catedral me dejaba arrastrar por los infinitos arcos ojivales y el frío del que surgía, de repente, Juan de Juni. Entraba, pegado a algún grupo de visitantes, en la Capilla del Condestable y besaba las tumbas en la línea más becqueriana posible. Fui necrófilo antes que filósofo ( si lo uno no es ya lo otro). En una pequeña habitación en la esquina de la capilla el guía nos abría un armarito y nos enseñaba lo que allí se ocultaba: una imagen de María Magdalena que él decía era de Leonardo (tal vez, asumía dubitante, de un discípulo). Hoy podemos leer que es obra de Giovan Pietro Rizzoli, Giampetrino.

Me gustaba ver a esa Magdalena encerrada en el cuarto secreto. La belleza se me revelaba como lo que sigo creyendo que es: algo inalcanzable y extraño que se nos presenta ante los ojos con vocación de muchacha facilona, presta a dejarse meter mano. Una suerte. ¿Qué había hecho yo para que se me revelara la Magdalena con su cabello insinuante, con ese pecho cálido que no podía ocultar y, sobre todo, con esa sonrisa que parece decirnos que ha nacido para mostrarse ante nosotros, para dejarse amar en la cercanía más íntima aunque sólo sea durante un ratito, porque pronto llegará la hora del cierre, de lo real-real, del olvido del momento mágico de la conversación o la mirada?. Despacito, María, despacito....

Estos días voy a hablar de Mariham, la de Magdala. Esa mujer que abría su espiritual pecho al chico que nunca tuvo piano en casa, ni colección de rarezas bibliográficas ni historias coloniales. Me amó y yo la amé. Pero sin tocarnos. Como ya le dijo Jesucristo en el momento de la resurrección: Noli me tagere . Quiero hablar de María sin tocarnos... todavía.


2 comentarios:

Serenus Zeitbloom dijo...

oh dios mío, lug¡ qué creía estar viendo a los mismísimos Coleridge, Byron, Shelley, Blake, Keats redivivos entre los arcos de la catedral.. bufanda y guantes verdes asediando a las Ninfas..

Salud.

Luis González dijo...

Oh, Serenus, los sueños de otros, de otros, de otros.... Uno sólo vive en los sueños que soñamos a medias, los que se comparten.

¿Y las ninfas? Sólo me asedian para perpretar ahogamiento. Me ahogo a veces feliz, a veces con impaciencia teen-agers.