jueves, 3 de junio de 2010

LA FÁBULA DE LA LIEBRE Y LA TORTUGA (1)


Cuando la Tortuga llegó a la meta la carrera hacía días que había concluido. El viento, encargado de la recogida escrupulosa de latas y envases de pizza - lluvia dorada con la que eso que ha dado en llamarse el público se apodera de lo real - se había retirado al Septentrión y en aquella explanada sólo quedaban el Gatito Marramiau y el Perro Amarillo de Marc. Por supuesto, la Liebre había ganado la prueba.

La Tortuga miró con sus cabezas el horizonte y pudo contemplar el desierto:

- ¿Dónde está la Liebre? - preguntó.

Y se interrogaba en monólogo morboso y como descabezada:

- ¿No dijo que no correría y que, al llegar a la meta, pactaríamos un final civilizado y racional del tipo cara o cruz? ¿No me aseguró que se echaría siestas consecutivas o plancharía pilas de ropa para templar nuestros pasos? ¿Qué espanto indujo a la espantada? ¿Quizás he corrido demasiado?

Según el dictamen de Marramiau, analista de reconocido prestigio y autor de diccionarios, la Tortuga padecía de:

(i) Perplejidad.

(ii) Tristeza.

(iii) Patetismo introvertido (Nacido de la humillación y un cierto sentido del ridículo).

- En cualquier caso - comentó Marramiau al Perro Amarillo - , lo que más me preocupa es la aparición de una protuberancia de origen desconocido entre las dos cabezas y con forma inequívoca de testa de sierpe. Neoplasia viperina.
Como el atardecer lanzaba sus colores y los tres amigos eran firmes partidarios de las apariencias, caminaron arrastrando los pies y cerrando los ojitos.

Y todos se pusieron a meditar a medio camino entre la melancolía y la desolación sonriente.

Imagen: John Constable Bahía de Weymouth (1816)

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