La naturaleza, indiferente, carece de oídos para nuestras oraciones pero también para las maldiciones que a diario el blasfemo lanza al aire bajo formas curiosas de micción, defecación, fornicación o esputo sobre todo lo que cree Bello y Superior ( Dios, la Virgen, la Suerte, el Destino, la Vida...). El que se juramenta contra Dios responde a Dios con su mismo regalo – mierda por mierda. En el fondo se aprecian como los luchadores y guerreros que después de la pelea sangrienta se amarían (“con frenesí”) si no fuera porque inician una nueva pelea o deben mostrar su magisterio macho- fálico a las tías.(¡Aburre el falocentrismo del blasfemo)
Nunca he entendido al blasfemo - salvo desde la piedad que todo lo comprende. Ese proceder exaltado en la (santa) ira no parece adecuado a mi carácter (de tortuga bicéfala). Hace ya mil quinientos años hablaba con Felipe Núñez de este extremo del pensar a propósito de aquel famoso texto de Spinoza (Tratado Político) en el que decía que había tenido “sumo cuidado de no burlarme de los actos humanos, ni lamentarme o maldecirlos sino comprenderlos”. Felipe reivindicaba la ira y el ojo inyectado en sangre por la luz del desierto; la maldición. Yo la piedad comprensiva que, en el fondo, es indiferencia cálida. Él no veía imposibilidad lógica en mantener ambos sentimientos (blasfemia y piedad). Yo, sí. Él es el ojo irritado del desierto; yo bicefalia. Su filosofía se encontraba con la imposible salida de la voz media; mi pequeña metafísica muestra – sin demasiado apuro – su pusilanimidad.
He de confesar que me parece más elegante y ética la actitud del blasfemo. Sin embargo creo que la indiferencia cósmica sólo con indiferencia se paga. Por eso quizás no amo tanto a la humanidad como debiera. Mi piedad bicéfala no nace del amor sino de la debilidad, de mi cuerpo que es herida y que precisa de un pesado blindaje. Siento piedad por tu dolor, oh lector, pero sobre todo por el que tú amenazas provocarme. La empatía me recorre la sangre.
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