Supongo que estas criadas son más bien personajes de otro tiempo, de la edad de oro de las criadas, cuando el mundo estaba ordenado y la lucha de clases no impedía limpiar las casas (incluso después de haber degollado a los patronos). A veces vivo en otro mundo, ya saben.
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La ventana busca su invisibilización como queriendo ser lienzo incoloro del paisaje que se recorta al otro lado. Negamos lo interpuesto en la visión para mayor gloria del exterior convertido en inocente vista o postal. Algo así como cuando nos limpiamos las legañas con agua clara y sentimos que la realidad, finalmente, ya ha sido puesta en su lugar de conveniencia, cuando la vida comienza a ser leída de manera literal después de la locura metafórica de la noche.
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Un ventana pintada y sucia sólo puede ser signo de obras en el interior; una mirada sucia denota patología y nos lleva a concluir que el interlocutor es impracticable, que no cabe diálogo con el otro sino piedad, llamada al sanatorio, rezo por el milagro que le quite las telarañas de los ojos. Si las manchas son indicios de descuido suponen bronca y castigo (la señora pide al señor que golpee con su vara el lustroso y pálido trasero de la doncellita). A veces los ojos se nos enturbian por caprichos vanos o recaídas amorosas. Nos abofeteamos dos veces y tratamos de despertar a la realidad que, al parecer, sólo es postal y conversación normalizada sobre el mejor de los vinos o la conducción de determinados modelos de coches o el restaurante donde sirven el mejor solomillo.
La ventana es signo de nuestra entrada segura en el mundo y de la siempre temida amenaza de que los rayos del sol penetren en la sala decolorando telas y cegando a las visitas que mientras toman el té deben entornar los ojos haciendo patentes sus arrugas presentes y futuras. Por eso enmarcamos las ventanas con cortinas que tienen el difícil papel de servir a dos amos: agentes dobles que ocultan el exterior para que nadie sospeche que existen en nosotros manías voyeuristas y, a la vez, nos ocultan cuando ejercemos excitados la tarea de la mirada hacia fuera buscando lo inquietante (y dejando como marca vergonzosa la huella de nuestro aliento en el vídrio). Las cortinas, de manera secundaria, impiden también que los rayos del sol desvelen las arrugas de nuestras visitas (por eso algunas anfitrionas las descorren convenientemente).
En el pasado, como buena criadita que soy (sobre todo en el orden del intelecto), estaba obsesionado con la limpieza de los cristales. Ahora, algo más viejo y decadente, dejo que el polvo se acumule y que sea la lluvia la que ejerza su tarea caprichosa de limpiar o enguarrar. Ya no pretendo que mis ojos estén limpios de telarañas y otras inmundicias (los idola de Bacon o las alucinaciones cartesianas). Simplemente los abro y me dejo llevar por las inmensas imperfecciones. Ni siquiera trato de que el sol no me deslumbre. Acepto la ceguera como impuesto de la visión.
Postdata: Supongo que debo limpiar estos cristales (porque soy Wendy y ya no pienso volver con Peter al país de Nunca Jamás).
Imágenes: Anna Malagrida: Sin título, 2006; Rue Lakanal 2009
(Exposición fotográfica en Fundación Mapfre, Madrid)
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