No hay patología que me salve. Creo que, de manera innata, tengo una capacidad más que sobrada para la compasión. Eso significa que, sin esfuerzo ni voluntad, puedo enredarme en los sufrimientos ajenos. No obstante, para evitar caer en la idiotez del dolor diferido, suelo someter a mi alma a un proceso de enfriamiento. Digamos que en el momento inicial de todo acto compasivo llevo la situación (imaginativamente) hasta su final más extremo y, después, ya todo es regreso. Poniéndome en lo peor no hay fuego que abrase. Así, cuando mi abuela cayó enferma por vez primera invoqué avasalladoramente su muerte de tal modo que aquel dolor insensibilizó mi corazón para el largo proceso de su decadencia, agonía y muerte.
Lo mismo me pasa con todas las emociones que los humanos tienden a considerar positivas y felices. Cuando conozco a una persona que me resulta atractiva intensifico los momentos iniciales, convierto un cruce de miradas en enamoramiento y el saludo más trivial en los preliminares del juego amoroso. En realidad ni siquiera preciso contacto real. En la lejanía puedo iniciar el amorío. Durante un tiempo vivo en el desasosiego del amante hasta que, en la parte final del proceso, la persona me acaba defraudando: es tan malvada y pequeña como las demás. Me resulta indiferente y todo ello sin haber intercambiado caricia o palabra.
Digamos que esta competencia glaciar tiene su raíz en un esfuerzo: la invocación constante que, desde niño, llamaba a la puerta del cielo o del infierno para ser poseído por un demonio interior. Este demonio ejecuta su oficio como un burócrata que acampara en mi alma.
Soy un tarado emocional. No soy capaz de vivir con mis emociones de un modo templado y risueño. El hielo glaciar de mi mirada siempre les parece a las gentes más serio – más culto, más filosófico – y más bueno (tengo ojos tiernos) que la enredada maleza de la selva, con carcajadas de pájaros e iguanas cachondas por todos los lados. Soy todo engaño: tras mi dura coraza se oculta un cuerpo blando e informe. Soy como un Buda dañado por la dieta vegetariana. Detrás de mis palabras no hay nada.
2 comentarios:
!Oh el yo!
... ese impostor.
... ese enmascarado.
¿O es el otro?¿Quién define la voz gélida del ser vacío?¿Quién es ese daimon que habita en su conciencia -- provisionalmente, en precario? El yo es un tonto (al menos el mío). Lo otro nos gana la partida: alguien que anda por ahí.
Los seres vacíos agradecen tu voz ( y todas la voces: necesitan ecos en la caverna)
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