
Inicialmente mi posición con respecto a la experiencia era militantemente negativa. La escritura – y más la filosófica – debía negarse a ser cauce expresivo de la experiencia. La ruptura con lo vivencial particular debía ser plena. Por ello se debía huir de ese espacio con la misma repugnancia y elegancia con la que un neoplatónico ignoraba sus poluciones. Nada más horroroso -me decía - que el pensador pesimista porque ha perdido a su familia en un accidente o atentado y ha quedado lisiado de por vida. Antes bien: me parecía digno de encomio la actitud del existencialismo más oscuro – todo tipo de discurso sobre la podredumbre y la precariedad violenta de las cosas – que venía retratado por un tipo sonriente que jugaba al tenis con pantaloncitos blancos, rodeado de bellas y achispadas mujeres, sin un maldito día de depresión. La escritura era actividad de la palabra, el concepto debía imperar sin contagio de hemorroides o corazones partidos. Por eso, en cierta ocasión inicié un escrito con la siguiente declaración de intenciones: “Vivo en el mundo; que a nadie importe”.
La edad me ha hecho viejo y me encuentro en el inicio de la tarde (o es ya la noche) de la vida solo con mi experiencia, con la memoria que me da testimonio de su muchas falsedades, con impulsos insanos y manías vergonzantes. La palabra no gana a la depresión o al entusiasmo. Me interrogo sobre la (im)posibilidad de salir de la experiencia en la escritura, sobre la subordinación de ésta a aquella, sobre el bucle (no melancólico) que nos conduce después del giro lingüístico a la subjetividad experiencial, al yo-yo-yo-yo-yo-yo-yo- yo-yo-yo-yo-yo-yo-yo- yo-yo-yo-yo-yo-yo-yo- yo-yo-yo-yo-yo-yo-yo - yo-yo-yo-yo-yo-yo-yo- yo-yo-yo-yo-yo-yo-yo- yo-yo-yo-yo-yo-yo-yo- yo-yo-yo-yo-yo-yo-yo - yo-yo-yo-yo-yo-yo-yo- yo-yo-yo-yo-yo-yo-yo- yo-yo-yo-yo-yo-yo-yo- yo-yo-yo-yo-yo-yo-yo - yo-yo-yo-yo-yo-yo-yo- yo-yo-yo-yo-yo-yo-yo- yo-yo-yo-yo-yo-yo-yo- yo-yo-yo-yo-yo-yo-yo.
Un problema: es difícil tratar con el más mentiroso de los seres.
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