domingo, 29 de marzo de 2009

BERLÍN (CHA CHA)


Sólo una vez vi Berlín. Fue un año después de la caída del muro. 1989 o 1990.

Yo tenía un Renault 21. Ellos, los osteuropäisch, Trabis recalentados donde metían sus dos metros de pierna y el olor a berza. Los alemanes con mercedes y casitas en Mallorca miraban a sus (próximamente) compatriotas como se mira a los sobrinos huérfanos. Distanciados y expectantes. Mi amiga alemana decía que olían extraño. La cocción de la verdura en agua marca la diferencia (“¿Cueces o enriqueces?”). Entre el Wansee berlinés y las calles de entrada a Potsdam había años de polvo. Y abandono. La frontera entre el jardín y la ruina era una bandera roja. En Potsdam triunfaba el kippel. Yo penetré el muro con mi coche y sólo vi esa bandera roja - limpia, planchada, reluciente en el ondulante viento. No sentí nada. Es decir, sólo tristeza.

Dormí en mi coche, dentro ya de Berlín Occidental. A la mañana siguiente aparqué a veinte metros del Reichstag, cuando el Reichstag era ruina y en su interior creo que Foster exponía sus ideas de remodelación. Éxtasis: la Alemania soñada (un totum revolutum de años treinta con nazis y Brecht, la Rote Armee Fraktion y los squattters...) me penetró en golpe de realidad por la vena izquierda. Pero es extraño que yo pudiera aparcar allí. Algo no era adecuado. Toda la mitología comenzó a resquebrajarse. Yo no lo sabía, claro, casi nunca uno sabe lo que pasa cuando pasa. En cualquier caso es lo malo de viajar con la cabeza llena de imágenes.

El telón de acero olía a tocino rancio. Los puestos fronterizos abandonados - los checkpoint – eran ocupados por el utillaje de las constructoras. Los policías orientales y occidentales reprimían a los turcos del rastro. Me vendieron trozos de muro y medallas comunistas.

Nadie me selló el pasaporte.

Huí. De un tirón hasta Heidelberg. ( Civilización morfina: si la vida es tránsito a la muerte, la hermana morfina debe acompañarnos siempre y bajo las más diversas formas. La cultura y la tarea de civilización es una de ellas).

(Coches pequeños que contrastaban con mi flamante coche nuevo y grande. Creo que nos odiaban. Con razón: íbamos a verlos como se mira a los monos. Dos españolitos miraban a los "ciudadanos del este" como las suecas miraban a Alfredo Landa).


Maravillosos años ochenta. Entré en ellos con mitos y salí atontado. Creí que aquella sería mi década. Pero nadie tiene década. Da igual ser joven como aquella hermosa o viejo como éste. Creerse más cerca o más lejos del pasado, de tu pasado, es juego de intelecto y escritura. No estamos en ningún sitio. Sólo en las tristezas y alegrías, espantos y bellezas, que se recrean constantemente en la memoria y que parecen remitirnos a un tiempo – aquél o éste – necesariamente falseado por nuestra maldita tendencia de escribir y borrar, escribir y borrar, escribir y borrar









2 comentarios:

Serenus Zeitbloom dijo...

Yo entré en Berlín casi diez años más tarde, y seguí haciéndolo durante seis años más, cuando llegué por primera vez el Reichtag había sido ya remodelado, las grúas colonizaban la mayor parte del espacio desde la Postdamer Platz , los aledaños del Reichtag, y la nueva estación, pero aún seguían vendiendo trozos de muro, medallas, monedas y trajes de la policía oriental. Podías beber una estupenda cerveza en Nicolaiviertel y acompañarla con un buen codillo. Nefertiti tuerta descansaba aún en el museo egipcio. Aquella semana de abril la temperatura en Berlín estaba por encima de los treinta grados, los lugares públicos no disponían de aire acondicionado y era absolutamente insoportable permanecer en ellos. Una rubia con botas altas apoyada en una bicicleta me pidió fuego con una voz y un gesto propios Marlene Dietrich, Centenares de familias turcas hacían picnic en el Tiergarten y asaban sus pinchos, apartados apenas unos metros centenares de gays centroeuropeos de piel lechosa completamente desnudos se doraban al sol. Por la tarde putas de aspecto fabuloso se enseñoreaban de la Oranienburger Strasse, y yo asistía al espectáculo desde una terraza junto a la Nueva Sinagoga mientras tomaba un EissKaffe.

Pensé que aquella había sido –y sería- siempre mi ciudad, y durante más de media década volví ritualmente a caminar por sus calles, sus terrazas, sus garitos de moda. La última vez que la vi, yo quedaban grúas, la puerta de Brandenburgo presentaba un aspecto reluciente y limpio, el Love Parade –que tanto me asombró la primera vez- había sido cancelado, el grill estaba prohibido en los parques, en la parada de metro de la Kottbusser Tor seguían reuniéndose yonquis y alcohólicos, Mitte remodelado y Prenzlauer Berg eran la zonas más pujantes de Berlín, las inmobiliarias entraban en Kreuzberg y los últimos punks acompañados de sus hijos organizaban fiestas callejeras contra la especulación y el desalojo. Se seguían vendiendo trozos de muro, medallas, monedas y alguna gorra de la Polizei. Pero ya no era seguro que ese mundo hubiese existido.

Volví sabiendo que tardaría a regresar. Muchas veces a principios de septiembre me envuelve la nostalgia.

Luis González dijo...

¡Envidia, Serenus, de tu experiencia alemana! Mi estancia fue muy buscada pero única.